El paso de migrantes y refugiados sobre el suelo balcánico no cesaba. Se desplazaban atravesando países en dos o tres días. Una enorme cantidad de personas recorrían una ruta ya conocida desde hace años pero hasta esa fecha –era el 2015– poco transitada. Muchos, muchísimos de ellos eran niños, protagonistas involuntarios de uno de los peores éxodos a Europa desde el fin de la segunda guerra mundial. Un éxodo por la ruta balcánica, que tuvo repercusiones –también en las sociedades de los frágiles países surgidos con el derrumbe de Yugoslavia– aún no cerradas hoy. Este el relato que recogen las periodistas Irene Savio y Leticia Álvarez en su libro ‘Mi nombre es Refugiado’, publicado por la editorial UOC, que acaba de salir a la venta en España y Latinoamérica y del que aquí se reproducen algunas historias de niños que vivieron esa terrible odisea.
ABIR, 12 AÑOS
Sentada al lado de su madre, la sirio-kurda Abir abraza a su hermano de cuatro meses, enfermo de bronquitis, en el centro de solicitantes de asilo de Krnjaca, en la periferia de Belgrado. Tiene apenas 12 años y su perenne mutismo provoca inquietud. “Y cuando seas mayor ¿qué quieres ser?”, le preguntamos. “Maestra”, responde, y vuelve a callar.
La odisea de esta niña empezó en septiembre del 2015, cuando su padre decidió abandonar el campo de refugiados en el que se encontraban en Irak, donde escaseaban la comida y las medicinas por los recortes a las agencias humanitarias. “Teníamos dos niños pequeños y yo estaba embarazada. Decidimos que él iría antes y nosotros después”, contó Hanaa Ismael, la madre de Abir.
No obstante, el plan pronto naufragó. Pues el hombre llegó, sí, a Alemania, pero poco después, en febrero del 2016, ese país decidió suspender los procedimientos para las reunificaciones familiares. Y esto, cuando Abir, su madre y sus hermanos ya se encontraban en Serbia. País en el que se han quedado varados, a la merced de decisiones que les son ajenas.
SAMIA, 13 AÑOS
Sentada en una aséptica estancia en Alemania, Samia Sleman Kamal inicia su relato con una voz monocorde, pausada, en brutal contraste con el terror que se desprende de unos ojos perdidos en los recuerdos de aquella tarde de agosto del 2014.
“Eran las cuatro de la tarde. Todo fue muy rápido. Llegaron en furgonetas, armados, y tomaron el control de los pueblos en los que vivíamos. En dos horas, nos reunieron a todos. Separaron a las mujeres de los hombres y, a nosotras y a los niños nos hicieron subir en camiones, mientras que a los hombres les vendaron los ojos y ya no supimos nada de ellos. Así se acabó mi vida”.
Samia obtuvo el estatus de refugiada en Alemania, país al que se escapó después de que miembros del Estado Islámico (EI) la secuestraran y la violaran salvajemente durante más de seis meses cuando tenía solo 13 años (cumplió los 14 durante su cautiverio). “Me desvirgaron. Ya no me acuerdo ni de qué aspecto tenía el que lo hizo. Había tantos diferentes…”, ha contado la adolescente, quien también habló de su historia ante Naciones Unidas, incluido el relato de su venta en un mercado de esclavas sexuales.
Como consecuencia de las torturas que sufrió, Samia no puede dormir sin interrupciones y sufre ataques de pánico. Lo más duro, sin embargo, es no saber qué ocurrió con su padre y su tío, de los que nunca ha vuelto a tener noticias. Tampoco de amigas que quedaron presas de sus agresores.
A pesar de ello, Samia va hoy a la escuela en Heilbronn, una ciudad de 120.000 habitantes de Baden-Wurtemberg, el único estado federado de Alemania que puso en marcha un proyecto destinado a ayudar específicamente a jóvenes víctimas yazidís. Posteriormente fue interrumpido.
MOHANAD, DOS MESES
Son las seis de la mañana y Fátima, madre de familia de Damasco, manda un mensaje de texto con su localización. Está a cuatro kilómetros de la costa turca. En peligro. El bote de plástico se hunde y el motor ha dejado de funcionar. Viaja con su padre, su madre en silla de ruedas, tres niños pequeños, entre ellos Mohanad, de dos meses. Y se encuentran a la deriva en el mar Egeo. Minutos más tarde, su teléfono se apaga, es imposible contactar con ella.
Pasan las horas, hasta que finalmente recibimos su mensaje. “Ayuda”, se lee junto a un mapa que mostraba su localización. Están en el mar ahogándose, sí. Es difícil de asimilar que al otro lado del teléfono alguien pide ayuda porque el mar lo va a engullir. Pero esto fue precisamente lo que les ocurrió a Fátima y Mohanad, quienes se encomendaron a unos traficantes sin escrúpulos para alcanzar el anhelo de vivir una vida mejor en Europa.
Al final fueron rescatados por los guardacostas turcos, quienes los devolvieron a Turquía. Pocos meses después, lo intentaron de nuevo y lo lograron, llegaron a Grecia, pero para ese entonces los países balcánicos ya habían cerrado cal y canto las fronteras. Destrozando su sueño en mil pedazos.
El periodico
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