Hong Kong no acabará en otro Tiananmén, asegura el diario ‘Global Times’. “Washington no será capaz de intimidar a China usando el recuerdo de unas protestas de 30 años atrás. China es mucho más poderosa y más madura, y su habilidad para gestionar situaciones complejas ha mejorado enormemente”, sentaba esta semana el rotativo. Son tiempos extraños cuando encontramos más sensatez en un editorial del medio propagandístico chino más fanático que en los apocalípticos pronósticos de analistas occidentales.
China ha reaccionado ante la más grave y duradera crisis social de las últimas décadas colgando un par de vídeos de maniobras de sus fuerzas de seguridad. Los asedios a comisarías, el asalto y conquista del Parlamento sin oposición o el bloqueo del aeropuerto durante dos días con casi un millar de vuelos cancelados y prolongadas detenciones y palizas a ciudadanos identificados como espías o periodistas del interior se acercan más a la anarquía que a un estado policial. Episodios similares son inimaginables en ningún país, tampoco en las democracias más escrupulosas.
La mansedumbre de Pekín con los desmanes en Hong Kong contrasta con su inmisericorde represión de la disensión civil en el continente. Repite que confía en el gobierno isleño para lidiar con el conflicto a pesar de su acreditada inutilidad. Su discurso se ha ido afilando. Primero ignoró las protestas para evitar el efecto contagio, después habló de disturbios y “brotes terroristas” y ya las ha comparado con aquellas revueltas de colores que tumbaron gobiernos soviéticos y que los cuadros del partido estudian para saber cómo evitarlas. Esos discursos para consumo interno y los vídeos han provocado en Occidente el reflejo pavloviano que ve un Tiananmén tras cada protesta.
Las razones que lo impiden son tan poderosas como variadas. Pekín no es Hong Kong ni China es la de 1989. Cualquier medida de fuerza, da igual la gravedad y el deterioro del cuadro, devastaría su reputación global y la economía hongkonesa. El efecto sería inmediato en estos tiempos de móviles. Supondría también la victoria definitiva de un movimiento que se presenta como oprimido y que pretende la intervención china para pedir el auxilio internacional.
Uniformes verdes
Los tanques están grapados a la memoria colectiva local. El recuerdo de Tiananmén es refrescado cada vigilia del 4 de junio en solemne silencio y miles de velas encendidas en el Parque de la Victoria. Las tropas desfilaron por Hong Kong cuando la excolonia regresó a la Madre Patria en 1997 hasta el centro de la ciudad y no se han vuelto a ver sus uniformes verdes. Aprovechan la noche para desplazarse siempre en vehículos cubiertos. La discreción es preceptiva en una capital financiera que atrae inversiones de todo el mundo y necesita mostrar su singularidad frente a la dictadura del interior.
La degradación del cuadro ha estimulado el debate de si deberían dejar atrás su invisibilidad. Desde las filas propequinesas se ha recordado que la ley ampara su intervención cuando el gobierno local la solicite para “mantener el orden social”. Pero el Ejército es un anatema en Hong Kong. Su despliegue despertaría los miedos atávicos y volvería a movilizar incluso a los sectores moderados que ya muestran su hastío tras doce semanas de protestas que han castigado la economía, la convivencia y la reputación de la excolonia. Se antoja menos traumático el trasvase de policías antidisturbios desde el interior, probablemente con uniformes hongkoneses, para solventar la evidente falta de efectivos en la isla ante unos activistas cada día más violentos.
Tampoco la amenaza es similar. Aquellas protestas de 1989 se propagaron desde Pekín a todo el país y amenazaron la supervivencia del partido mientras las actuales son periféricas y carecen de peligro de contagio. La crisis, de hecho, ha soldado al pueblo con su Gobierno. En el continente escasea la simpatía hacia unos hongkoneses percibidos como privilegiados, insolidarios y, aún peor, antipatrióticos. Los lemas antichinos, los repetidos atentados a la bandera y el escudo nacionales o los símbolos británicos y estadounidenses de los activistas han estimulado el nacionalismo.
Dilema shakesperiano
Persiste la duda de cuánto aguantará la confuciana paciencia de Pekín ante unos desórdenes enquistados que ya habrían legitimado la briosa respuesta de cualquier otro gobierno. A Xi Jinping, presidente chino, se le plantea un dilema shakesperiano: que la pompa del inminente 70 aniversario de la fundación del país sea arruinada por las revueltas de Hong Kong o por el clamor internacional contra la represión. Es, en cualquier caso, un contratiempo para el líder chino más poderoso en décadas y que da argumentos a sus críticos en el partido.
“No percibo ninguna urgencia por actuar, se están armando de argumentos y apuestan por el desgaste tanto de los activistas como de la sociedad. Muchas de las imágenes recientes, como las del aeropuerto, están limando ya el apoyo”, opina Xulio Ríos, director del Observatorio de Política China. “Hong Kong tiene una solución complicada pero la ola de nacionalismo no le perjudica a Xi. No ha aplicado aún la mano dura que beneficiaría a Estados Unidos y lo peor ya ha pasado”, añade. La Revuelta de los Paraguas de 2014 también encadenó manifestaciones masivas y, cuando expiró tres meses después por puro hastío, las encuestas ya revelaban que el 80 % de la sociedad estaba en contra. La prensa nacional ha pedido a esa “mayoría silenciosa” que devuelva la paz al territorio. Se impone, pues, la misma paciencia estratégica que Pekín utiliza en la guerra comercial con Washington.
Sobre el problema hongkonés sobrevuela el taiwanés. Hong Kong entorpece la reunificación con la que Xi Jinping pretende lustrar su legado. La calamitosa gestión económica había hundido al Partido Progresista Democrático (DPP), de raíz independentista, pero las protestas lo han resucitado. En las últimas encuestas ya le saca media cabeza al Kuomintang (KMT), más próximo a Pekín. La presidenta, Tsai Ing-wen, persevera en un eficaz discurso del miedo que anticipa en Taiwán las interferencias de Pekín que padece Hong Kong. Tsai ha descrito las elecciones de enero como “una lucha por la libertad y la democracia” contra “los que quieren destruir nuestra soberanía nacional”.
Fracaso personal
Xi ya dio el primer empujón a Tsai cuando en enero ofreció para Taiwán la deteriorada fórmula hongkonesa de “un país, dos sistemas” que ni siquiera compran los más entusiastas del KMT. “Cuatro años más del DPP en el Gobierno es un gran problema para Xi y cualquier gesto duro en Hong Kong le pondría la victoria en bandeja. Es seguro que no querrá echar más leña al fuego. Eso sí sería un fracaso personal de Xi, quien planteó hace años acelerar el proceso de reunificación con Taiwán. No espero ninguna reacción china sobre Hong Kong al menos hasta las elecciones”, juzga Ríos.
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