El gesto le honra, pero es solo eso, un gesto. Barack Obama tendrá difícil borrar la indigna imagen que su predecesor Harry Truman dejó en Hiroshima, la primera ciudad en sufrir el holocausto atómico. Truman apoyó la fabricación de la bomba nuclear desde el mismo momento en que se enteró de la existencia del Proyecto Manhattan, el día de la muerte de Franklin D. Roosevelt, cuando tras asumir la presidencia, el secretario de Guerra le hizo partícipe del secreto.
Su entusiasmo por el arma “más terrible de la historia mundial” quedó plasmado en su diario y en el mensaje, lleno de mentiras, que leyó por radio después de la explosión, el 6 de agosto de 1945, mientras los cadáveres de 70.000 personas teñían de sangre los escombros de Hiroshima y muchas más víctimas agonizaban o resultaban deformes y traumatizadas para siempre.
“El mundo debe saber que la primera bomba atómica ha sido lanzada sobre Hiroshima, una base militar”, dijo Truman, aunque sabía perfectamente que era una gran ciudad y que había sido elegida por estar rodeada de montañas, lo que facilitaba que la radiación se concentrara en el centro urbano para hacer el mayor daño posible.ESPETAR LA VIDA DEL EMPERADOR
Los japoneses saben hoy que la segunda gran mentira de Truman fue cuando dijo: “La utilizamos para acortar la agonía de la guerra y para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes americanos”. El Gobierno de Tokio, consciente de que la guerra estaba perdida, le había ofrecido semanas antes la rendición con la única condición de que se respetase la vida del emperador.
Washington lo rechazó, aunque una vez que ocupó Japón decidió que mantendría al emperador como garantía de estabilidad y para limitar la animosidad de la población.
Estas mentiras tal vez no sean lo que más duela a los japoneses sino la fanfarronería con que Truman se vanaglorió de haber devuelto a los nipones “multiplicado por muchas veces” el ataque aéreo a Pearl Harbor. Con Alemania ya vencida y Hitler muerto, el presidente de EEUU no pudo ocultar su orgullo por “ganar a los alemanes la carrera por la fabricación” de la bomba nuclear.
Tres días más tarde, en Nagasaki, EEUU lanzó otra bomba mucho más potente que la de Hiroshima. Era de plutonio, pero causó menos víctimas porque la poca visibilidad impidió que se lanzase en el centro de la ciudad. El objetivo inicial era Kokura, que se salvó por la intensa nubosidad. Las muertes en Hiroshima ascendieron a 140.000 y las de Nagasaki, a 70.000.
Los japoneses supieron de las explosiones nucleares cuando por primera vez en su historia escucharon la voz del Hijo del Cielo. El 15 de agosto de 1945, Hirohito se dirigió por radio a su pueblo para anunciar la rendición: “El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes”.
El emperador no utilizó el término atómico y muchos de sus súbditos tardarían años en enterarse de qué tipo de bombas se trataba. En Hiroshima y Nagasaki se impuso una censura total. Ni siquiera las víctimas tuvieron derecho a saber lo esencial sobre la radiación a que habían sido expuestas.
Los médicos japoneses tampoco tuvieron acceso a las investigaciones estadounidenses. El virrey McArthur confiscó las crónicas del periodista George Weller, quien disfrazado de coronel estadounidense logró entrar en Nagasaki y documentar los efectos de la bomba. Muerto Weller en 2002, su hijo encontró la copia de esas crónicas y publicó el libro Nagasaki.
“Nunca perdonaré a Estados Unidos lo que me ha hecho sufrir”, me dijo en Hiroshima, en 2005, Shizuko Abe, cuyo cuerpo resultó abrasado y vivió aterrorizada por el pánico a engendrar monstruos. Me pregunto qué pensará ahora de la visita de Obama.
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