Yunus, un chaval argelino de 19 años ha decidido que no va a esperar más, que va a cruzar el río. Camina con dos compañeros, también argelinos, al ritmo que les permite la balsa hinchable que cargan entre los tres. La compraron hace unos días en una tienda de deportes por 50 euros.
Al llegar a la orilla del Evros, el río que marca la frontera entre Turquía y Grecia, deja el barquito en el suelo y resopla preocupado. Empieza a tener dudas. Es mediodía: «No sé que hacer. Hay demasiada luz. Toda la gente está esperando a que caiga la noche. Puede que tengamos que hacer lo mismo», piensa en voz alta.
«No lo hagas. Es una mala idea —le dice otro refugiado, que le ha seguido para ver qué pasaba— Es mejor que os esperéis a que caiga el sol. Ahora os van a atrapar». Tiene razón: pocos minutos después de que plantasen la balsa a la vera del río, en el otro lado —en la orilla griega —, han aparecido tres militares griegos. Se han quedado plantados al lado del agua, mirando amenazantes hacia los refugiados. Un refugiado les insulta desde el lado turco. Los policías griegos ni se inmutan.
Son miles los refugiados que desde el jueves por la noche han ido llegando desde otros puntos de Turquía hasta distintos puntos la frontera terrestre con Grecia. Ese jueves, tras la muerte, en el norte de Siria, de 33 soldados turcos en un bombardeo, Ankara anunció que ya no frenaría a los refugiados que quieran llegar a Europa.
Atenas, sin embargo, ha bloqueado por completo la frontera. El gobierno griego asegura que, en tres días, ha impedido la entrada de 10.000 personas en territorio griego. La ONU cifra en 13.000 las personas que el sábado por la noche estaban en la frontera esperando alguna oportunidad para cruzar. Durante la mañana de ayer, al menos llegaron 2.000 más. Turquía —a la que le interesa dar una cifra enorme— dice que son 76.000.
Para parar todo este flujo, Atenas ha cerrado los pasos fronterizos, donde se acumulan la mayoría de refugiados, pero también ha echado mano de una técnica que lleva usando desde hace años: las devoluciones a través del rio Evros. «Crucé por aquí hace un año y los policías griegos me robaron todo. El móvil, mi dinero… todo. Y después me obligaron a volver nadando a través del agua. Ahora quiero intentarlo otra vez, pero no lo sé. Les tengo miedo», dice un ganés, que espera en el lado turco de la frontera.
Muchísimos refugiados, estos días, aseguran lo mismo: que los policías griegos, cuando atrapan a los inmigrantes, les quitan los teléfonos y todo el dinero —para que no tengan forma de volver a intentarlo— y les obligan a punta de pistola a volver a Turquía a través del agua. Esta noche pasada, los termómetros estaban a varios grados bajo cero.
Alambre en la orilla
Mientras tanto, mientras ven cómo les miran los militares griegos, Yunus y sus compañeros siguen pensándoselo. La duda durará poco, porque los griegos, al cabo de unos minutos, traen una verja de alambre de espino, que colocan por la orilla para que nadie, si consigue entrar en Grecia, pueda adentrarse demasiado. En el lado turco, entre los refugiados, los ánimos decaen.
«Pero, a ver. ¿No veis que aquí hay policía? Acercaos, venga —dice un traficante turco, que busca a alguien que le haga de traductor—. Mirad, están poniendo una valla y seguramente sea eléctrica. Allí abajo, detrás de esos árboles, hay una base militar griega. Daos cuenta de que por aquí no pasaréis. Id un kilómetro más al norte. Allí tenemos varias embarcaciones esperando, que lanzaremos por la noche. Es vuestra mejor opción».
«Si queréis pasar por aquí, allá vosotros. Nosotros os mandamos al otro lado por 150 liras [unos 25 euros]. Pero con este barquito no haréis nada. La policía griega os lo destrozará en un segundo», continua el traficante, bien vestido y con un reloj caro en su muñeca.
Yunus acepta la derrota y se lleva su balsa hacia otra parte. La masa se dispersa y los traficantes se van. «El problema no es el dinero. Que también lo es, claro, pero no es el mayor. El problema —dice el refugiado ghanés, que se ha quedado apartado durante la conversación con el traficante— es que si llegamos al otro lado nos lo quitarán todo de nuevo y nos devolverán aquí. Entonces, ¿para qué voy a ir? ¿Para que me peguen una paliza? Paso».
Grecia afirma que en las últimas horas ha detenido a 73 personas, que se sumarían a 66 arrestos del sábado. Pero eso es solo en la parte de frontera terrestre con Turquía y Grecia. Hacia las 2 de la madrugada, policías y soldados repelieron «un intento organizado de cruzar en masa la frontera», según un comunicado. La policía griega no duda en dispersar a los refugiados con gases lacrimógenos.
También a las islas griegas, donde la situación ya era muy tensa por la decisión del Gobierno de construir allí centros de internamiento para los inmigrantes, han llegado este domingo más de 400 personas; cuatro veces más de lo normal.
No todas, sin embargo, han podido pisar suelo griego: varios locales han interceptado una barca con refugiados que llegaba a la costa de Lesbos. No les han dejado bajar de la lancha, sino que les han invitado, entre insultos, a que volviesen a Turquía. Otros grupos de vecinos han bloqueado a los autobuses que trasladaban a los recién llegados al campo de Moria.