Hasta hace cinco días, la familia de Alí, un afgano padre de cinco hijos y mirada triste, tenía aún esperanza. Ahora, desde detrás de la valla metálica que separa el navío militar en el que está recluido y alejado de los pasajeros que se suben al cercano ferri, continúa gritando hasta casi quedarse sin aliento. Busca atraer la atención de los pocos visitantes que, cuando la policía se distrae, logran intercambiar algunas palabras con el grupo de desesperados.
Detrás de él reposa imponente en el puerto de Mitilini el buque L177, de color gris plomo y reconvertido en una especie de campo de refugiados flotante, cuya puerta trasera sigue abierta desde el pasado miércoles. El día en el que las autoridades griegas empezaron a embarcar a unos 500 migrantes llegados a las islas griegas después del 1 de marzo, con el objetivo de trasladarlos al continente. Nada ha pasado desde entonces. Ni se ha permitido que el grupo pueda pedir asilo –una violación del derecho internacional– ni el barco ha partido, como las autoridades habían dado a entender que se haría “en dos o tres días”.
En los escasos metros de la zona donde se permite que los migrantes salgan para matar el tiempo, el bullicio es constante. Los niños juegan desabrigados entre las rocas del muelle, algunos sirios vagan cabizbajos parloteando en voz alta y de la valla cuelgan todo tipo de ropas que los migrantes han tendido para que tomen aire. La inquietud, ahora sí, empieza a adueñarse cada día más de la triste postal. “¿Por qué nos tratan como animales? Hace días que no nos podemos bañar, aquí no hay agua, ni comida para todos mis hijos. Y no sabemos nada”, se queja Alí.
Los pálidos agentes griegos que les custodian no muestran ninguna alegría por la misión que cumplen y fruncen el ceño, arrugando la nariz al presuponer el peligro. Piden distancia y explican que ya hubo una protesta de los migrantes detenidos que les encendió las alarmas. Cuatro policías antidisturbios a pocos metros de allí, que se suman al hormiguero de agentes y guardacostas que merodean por el lugar, son prueba de la creciente preocupación.
Tensa espera
En tierra firme, entre los isleños locales, no faltan quienes creen que el Gobierno griego se ha metido “en un gran problema”, como dice el periodista Nikos Manavis. “Han dicho que los quieren deportar. ¿Pero, adónde? Desde el 2015 [año de la gran ola migratoria] han expulsado a Turquía a menos de 2.000 personas llegadas a las islas griegas”, afirma. “Es probable que también acaben finalmente en Atenas, para que después les dejen ir, como ya ha ocurrido otras veces”, añade.
“De momento todo está suspendido. Estamos a la espera de que nos digan qué hacer”, confiesa un agente. La razón tal vez se halle en las protestas antiinmigrantes en la localidad de Serres, en la frontera con Bulgaria, donde el Gobierno había anunciado que irían estos migrantes, para acabar en el antiguo cuartel militar de Vasiliadi. “Si esto no se soluciona, volveremos a protestar”, contesta uno de los migrantes detenidos, Mohammed, al asegurar que él huyó de Alepo (Siria).
De ahí que, según la prensa griega, Atenas estaría buscando otras opciones (una solicitud de información al respecto enviada por este medio al Ministerio de Migración heleno no ha tenido respuesta). Tampoco está claro qué pasará con el resto de las otras 1.100 personas estimadas por ACNUR que, como los migrantes ya detenidos, llegaron en la última semana a las islas griegas. El desafió es también político. Ya en enero, el diario progresista ‘Avgi’ aseguraba que la caótica gestión migratoria de Nueva Democracia —el partido conservador que ganó las elecciones en el 2019— se podría convertir en la tumba del actual Gobierno.
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